A principios del siglo XX en los Estados Unidos, los principales distribuidores y compositores de música se unieron para formar el sindicato ASCAP, una poderosa organización que se dedicaba a cobrar los derechos de autor a todo aquel que utilizara sus canciones (ya sabeis de donde proviene esa pequeña y ruín mafia llamada SGAE, que todo lo malo se copia). En principio, como pasa aquí, debería basarse en la ayuda a la jubilación de los implicados y en los derechos que sobre sus obras pudieran tener los autores. Pero aquello era un negocio redondo que apenas implicaba gastos extra, tan solo cobrar, y pronto los tipos con menos escrúpulos empezaron a meter sus manazas en ello, viviendo de ese cobro sin ningún mérito musical o de otro tipo (allí también había Ramoncines y Teddys Bautista) y olvidándose de repartir los beneficios entre aquellos pocos que sí lo merecían. En los años 40 surgió otra asociación similar, la BMI, con la particularidad de que pronto se especializó en blues y rock & roll con lo que la mayoría de los derechos por ventas y conciertos de los años 50 iban a parar a ellos. Envidiosa ante su pérdida de poder tiránico, la ASCAP encarga una investigación para probar que los de la BMI estaban sobornando a varios pincha-discos para que emitieran por radio unos determinados discos en perjuicio de otros que no estaban afiliados a su organización, que se ponían como autores en canciones de otros para cobrar royalties bajo amenazas de no publicitarlos o que ponían siempre los mismos discos pre-determinados en las gramolas de los bares (actividades que la ASCAP también hacía, pero los de BMI no estuvieron tan listos). El escándalo payola (del inglés pay-all, es decir, "pago a todos", aunque otros dicen que viene de pay más Victrola, una de las distribuidoras implicadas) derivó en una investigación nacional del senado que sacó a la luz una realidad aplastante, aunque bastante conocida: que los disc-jockeys, productores y distribuidores aupaban a su antojo a sus artistas en medio de un negocio redondo, relegando a otros que, muchas veces tenían más talento pero se negaban a pagar aquellos impuestos revolucionarios. El veredicto, en 1960, hizo pagar a los más débiles, es decir, a los pincha-discos, el peón más bajo de la escala, que fueron cogidos como cabezas de turco para que los grandes productores y distribuidores salieran impunes. El famoso disc-jockey Alan Freed es el ejemplo más sangrante, que no el único, pues se le retiró el programa y sus espectáculos de rock & roll y murió alcoholizado y en la ruina. Mientras tanto los de BMI salieron bastante bien librados, de hecho a día de hoy parecen haber ganado la guerra de gangsters contra los de ASCAP. Dick Clark, ahora poderoso presentador de televisión, se libro merced a sus influencias, mientras que otros, como Leonard Chess, de discos Chess, y Jerry Wexler, de Atlantic, se salvaron porque fueron unas chivatas. A día de hoy esas prácticas, sin embargo, siguen siendo habituales y parecen comunmente aceptadas en nuestro país (¿Qué es sino "Los 40 Principales" sino un mercadillo de la peor basura pero puesta en lo alto por las productoras para que las moscas vean la mierda desde más lejos?), pero eso a la SGAE, eterna protectora de la virtud y la honradez, no le interesa tanto intervenir, claro. De hecho en Estados Unidos grandes empresas como Sony o EMI vuelven a tener problemas con la justicia por estas prácticas, ya en el siglo XXI, al igual que en Méjico y muchos otros paises. Lo más lamentable del escándalo payola fue, no obstante, que le dio la puntilla definitiva al rock & roll clásico después de tanta pérdida trágica. La gente empezó a pensar que el mundo del rock no era más que otro negocio para sus autores (aunque la payola era una práctica que existía desde que se inventó la radio) y se le dejo de apoyar en cuanto a su lado rebelde se refiere, convirtiendo a sus nuevos representantes en sosas y conformistas sombras de lo que fueron. Además a los pincha-discos ya no se les dejaba actuar libremente, debiendo pasar por un filtro de ejecutivos todo lo que se radiaba, coartando por tanto toda la libertad y olfato del disc-jockey que había llevado al rock & roll a lo que era. Todo esto era lo que la prensa estaba esperando desde hacía tiempo y se cebaron con el género, más bien con la mayoría de sus artistas, entonces en realidad inocentes y sinceros amantes de la música que hacían, y ansiosos por compartirla. Pagaron justos por pecadores los artistas, pero también el público y, sobre todo, la radio, que desde entonces no ha levantado cabeza.
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